SINCERAMIENTO? O "La mentira tiene patas cortas"



El precio del sinceramiento
Por Joaquín Morales Solá | LA NACION



Decidió pagar todo el precio político ahora, cuando ningún peligro la asedia. Es una apuesta que alejará a la Presidenta de la clase media y, en última instancia, también de los sindicatos. Cristina Kirchner acaba de tomar la decisión más importante, desde que quedó viuda, de una manera distinta de la que hubiera elegido su esposo. A partir de enero, si no existen cambios en el medio, todos los argentinos deberán pagar los servicios públicos sin subsidios. Eso significa que se duplicarán o se triplicarán las actuales tarifas; las subas podrían ser más grandes en algunos casos. Sólo serán beneficiados por los subsidios los consumidores que los pidan expresamente, luego de la autorización del Gobierno y según un sistema que nadie conoce de antemano.
Néstor Kirchner era, en cambio, un enamorado del gradualismo para aplicar medidas impopulares. De hecho, cuando era presidente hizo confeccionar varios proyectos de sinceramiento de las tarifas de servicios públicos. Todos debían prever aumentos graduales. Ninguno funcionó porque los dos Kirchner le temían, sobre todo, a la tapa de los diarios del día posterior. Detestaban la sola idea de que se hablara de "tarifazo", porque esa palabra maldita los asimilaba a los gobiernos anteriores. Esto los unía; el mecanismo que terminó usando Cristina los diferencia.
El kirchnerismo creó así, entre tantas aprensiones políticas y mediáticas, una sociedad enviciada con los subsidios. ¿Por qué los barrios elegantes de la Capital y del norte bonaerense estaban subsidiados en sus consumos de gas, electricidad y agua? ¿Por qué el interior, muchas veces más pobre, debía pagar tarifas mucho más caras por esos mismos servicios? Nunca hubo otra respuesta que la que explica una alianza tácita: el Gobierno les huía a las decisiones impopulares y la sociedad vivía hipnotizada en una burbuja de inexplicables subsidios. Ese sistema, que llegó a estimar los subsidios al consumo para el año próximo en más de 110.000 millones de pesos, debía terminar en algún momento. Lo que podía ser comprensible en 2003 era un absurdo en 2011, después de varios años de alto crecimiento económico.
Llámese "equidad" o "aumento de tarifas". Importa poco. El bolsillo es uno solo. El kirchnerismo se enamora más de la narración de las cosas que de las cosas. De todos modos, el caso de las tarifas no es el del dólar. La salida de capitales (que en octubre superó los 4000 millones de dólares) no podía esperar más. La Argentina no puede emitir dólares y éstos se estaban yendo demasiado deprisa. El control de cambios que se implementó de hecho fue la peor solución, pero fue también una decisión desesperada. El Gobierno cree ahora que está frente a un éxito, aunque, en rigor, sólo paralizó el mercado cambiario. Pequeñas y medianas empresas no pueden ya conseguir dólares para comprar insumos importados. La economía comienza a resentirse.
Es difícil encontrarle una razón al control de cambios en un país con una economía en crecimiento, con importantes reservas en el Banco Central, con materias primas que conservan precios elevados y con tasas de interés internacionales que tocan el 0 por ciento. Controles de cambios hubo en el país, pero en condiciones adversas, muy distintas de las actuales. El presente es, según todas las evidencias, un problema de inflación irresuelta y también de confianza. El Gobierno insiste en que debió sofocar una conspiración de dudosa existencia.
Está pensando en otro complot para enfrentar el problema de las tasas de interés, que para las grandes empresas se duplicaron en las últimas semanas (pasaron de entre el 13 y el 14 por ciento al 28 o el 29 por ciento actual). No hay crédito, entonces. Guillermo Moreno les ordenó a los bancos que de ahora en adelante las tasas no podrán superar el 20 por ciento. Reglas para el mercado cambiario y nuevas reglas para los intereses que cobran los bancos. Viejas políticas para nuevos problemas.
Las tarifas de servicios públicos, en cambio, debían sincerarse en algún momento. Las cosas cuestan lo que cuestan. La voluntad no pudo nunca contra las leyes de la economía. La única pregunta consiste en saber por qué Cristina Kirchner no les reclamó a sus funcionarios un sistema claro, previsible y gradual para morigerar sus efectos sociales. Había margen para eso. Parte de las tarifas se subsidian con pesos y el Gobierno está en condiciones de hacerse de pesos.
Las respuestas son dos. Por un lado, el Gobierno sinceró, en realidad, que viene arrastrando un déficit fiscal disimulado durante los últimos dos años, y que los maquillajes no le servirían de mucho si la situación económica internacional se agravara aún más, como todo lo presagia. Brasil, el principal socio comercial de la Argentina, anunció el jueves que su último trimestre económico fue directamente recesivo. Un 70 por ciento del comercio bilateral con Brasil es de bienes industriales, sobre todo de automóviles. Brasil le contagia a la Argentina sus ráfagas de felicidad tanto como sus rachas de adversidades.
La otra respuesta se reduce a una decisión política: Cristina Kirchner decidió pagar todo ya mismo, cuando no tiene a nadie enfrente, con la razonable esperanza de reconquistar después lo que perderá ahora. La aguardan tiempos de menor popularidad. La simpatía social que la arropó en los días de su reelección no la acompañará, seguramente, durante los próximos meses. Es el mismo efecto que padeció durante la crisis económica local e internacional de 2009, cuando su popularidad cayó significativamente. Cristina se reconcilió con las encuestas cuando volvió la bonanza económica.
La clase media ya estaba molesta en las últimas semanas por las trabas a la compra de dólares cuando se enteró de que desde enero deberá resignar el consumo para solventar los servicios. Gran parte de esos sectores sociales votaron el 23 de octubre por la reelección de la Presidenta porque querían seguir subsidiados y comprando dólares baratos.
Analistas de opinión pública sostienen que entre un 25 y un 30 por ciento de los votantes de Cristina Kirchner pertenecen a un grupo social apolítico y apartidario. Toma sus decisiones electorales sólo por lo que considera conveniente en el momento de la elección. La Presidenta cuenta también con un voto afectivo, pero no tiene la magnitud como para decidir una elección ni para dotar a un líder de fortaleza política.
La mayor ventaja de Cristina Kirchner es, sí, la absoluta carencia de referentes opositores. Aun cuando pierda parte de los votantes de octubre, éstos se irían a un limbo sin dirigentes. Diezmada la dirigencia política clásica, sólo Mauricio Macri pareció conservar la vida política después de las elecciones. Pero Macri eligió el camino de no confrontar; no quiere que nadie lo acuse a él de las desventuras del Gobierno. Su estrategia es arriesgada, sobre todo si careciera de las necesarias diferenciaciones.
El único adversario en serio que le surgió al Gobierno es el sindicalismo. Hugo Moyano no dejó ninguna duda al respecto cuando lanzó un conflicto gremial en la empresa de catering para vuelos internacionales justo en los días en que Aerolíneas Argentinas estaba atravesando su propio conflicto sindical. Fue un tiro por la espalda , dijo un funcionario. El problema más grave con el gremialismo todavía está oculto: se refiere al nivel de los aumentos salariales para el próximo año. El Gobierno los quiere clavar en un techo del 18 por ciento, pero los sindicatos ya están rechazando esa cifra después del nuevo sistema de tarifas públicas, que también tendrá su incidencia en la inflación.
Las propias empresas de servicios públicos, que no recibirán nada de los cambios tarifarios anunciados, están más preocupadas que antes. ¿Cuándo podrán aplicar un aumento de las tarifas si la sociedad se enfrenta a una inminente y enorme suba real de las tarifas? El control de cambios y la falta de previsiones sobre la economía de las empresas están dañando la inversión. La economía podría bloquearse en el próximo atajo.
Clase media y sindicatos fueron los aliados fundamentales de Cristina Kirchner en octubre. Son ahora, también, las primeras víctimas de un brusco cambio en las reglas del juego. Las promesas ya no son lo que eran.

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