La tentacion reeleccionista


Por Julio Bárbaro  | Para LA NACION

Acompañé a Néstor Kirchner mucho antes de que sus sueños presidenciales tuvieran visos de realidad, cuando caminábamos después de cenar y me decía, esperanzado: "En 2007 somos gobierno".
Insistí en mi propuesta de imponer un sistema que permitiera en todo cargo electivo una sola reelección, desde los sindicatos hasta la AFA, desde los gobernadores y legisladores hasta los rectores universitarios. Al principio, debatimos acerca de la posibilidad de esa norma, que yo concebía más como un acuerdo de toda la sociedad que como una imposición legal. La democracia sin alternativa es decadencia.
Ya nos había pasado con Menem. A menudo, es tan pequeño el sacrificado grupo de los precursores como multitudinario el de los aduladores del poder de turno. Ni a Perón le había servido la reelección: siempre fue dañina para la sociedad y los candidatos mismos.
La política es todo aquello que trasciende la reiterada y obsecuente oratoria de los funcionarios; nace cuestionando al poder y se degrada al obsesionarse por la continuidad en su ejercicio. Entre los sueños del militante y las ambiciones de los burócratas, se extiende el camino infinito que separa el paraíso de los románticos de las urgencias de los ambiciosos.
El Muro de Berlín se cayó encima de los oxidados revolucionarios dedicados a defender lo indefendible; la justicia distributiva sin libertad fue fácilmente superada por la libertad y la ambición sin intención de justicia. De nada sirve, entonces, la monserga de que gobiernan los dueños de la izquierda y todos sus adversarios estamos al servicio de las derechas.
La historia no se inventa, se la cabalga, como decía Perón, y hoy la sociedad requiere nuestra grandeza en la renuncia, dejando de lado la pequeñez de nuestras pasiones. Por eso, frente a este apoyo masivo cuando algunos fanáticos la proponen y algunos enemigos la denuncian, me generan aversión los mensajes de reformas que buscan la eterna reelección presidencial.
No ignoro que la Presidenta, con sus logros y desaciertos, sigue siendo de lejos la dueña de la mayoría o al menos de la abultada primera minoría. Estimo tan sólo que la sociedad necesita más de su futuro paso al costado convocando a la unidad que de la insistencia de sus entornos en profundizar la fractura.
Lula, Bachelet, Tabaré Vázquez se retiraron como candidatos con enorme consenso. Nuestra Presidenta esta hoy instalada en el mismo camino.
Ese paso les daría a su gobierno y a ella misma el prestigio y el respeto que reclama la política de nuestro país. Por el contrario, el empecinamiento en su continuidad podría beneficiar a sus colaboradores, pero pondría en duda la eficiencia y solidez de un próximo gobierno que estaría más marcado por los enfrentamientos y el desgaste que por los consensos. Concebirse como imprescindible implica siempre degradar al resto de la sociedad.
Demasiado contradictorio resulta que quienes se desviven por un discurso que distribuye riquezas estén tan angustiados por concentrar y mantener el poder.
La democracia real no soporta las desmesuras privadas como tampoco las de los gobernantes. El dinero y el poder son dos caminos paralelos y simétricos en su escasez de virtudes y abundancia de defectos; cuando se salen de su cauce lo hacen a expensas del resto de la sociedad.
Vivimos un gobierno que puede holgadamente ganar en primera vuelta, con una oposición que carece de candidatos aunque sabe de sobra que es dueña de un caudal electoral semejante al del oficialismo.
En el 45, el peronismo fue indiscutible vanguardia de democracia y distribución de la riqueza, de desarrollo industrial e integración social; fue primero una doctrina y, luego, una enorme escuela de gobierno. Hoy se reduce a una nostalgia para continuar disfrutando del voto de sus seguidores y encarna en el Gobierno un proyecto que exige ser mejorado más allá de la debilidad de sus adversarios.
Pareciera que sólo necesitan los votos de una memoria colectiva que cuestionan tanto en el pensamiento de Perón como en las ideas de sus seguidores. No soy un quejoso defensor del pasado, sólo señalo que de este modo se transita por una supuesta modernidad progresista y de izquierda que ignora nuestros aciertos mientras intenta que nos hagamos cargo de sus resentimientos. Una lucha de clases fracasada y sin pueblo intenta a veces explicar sus teorías como si los humildes necesitaran de una nueva vanguardia iluminada.
No fue peronista Carlos Menem al entregar el patrimonio nacional con el poder de los vendepatrias liberales ni lo es el actual gobierno al negar el incuestionable legado de unidad nacional que aportó Perón en su retorno. Y no pueden arrogarse autoridad de movimiento nacional los que participaron de la peor de las afrentas, que fue la venta de YPF. Todavía debemos desandar los fracasos de las privatizaciones de los 90, devolverles a nuestros hijos la propiedad del subsuelo y de los servicios que, por monopólicos, no pueden ser ni privados ni subsidiados.
Intentar eternizarse en el poder, provincial o sindical, puede ser una manera de reincidir en nuestros defectos, jamás un camino para guardar y respetar el valor de nuestra memoria.
Recuerdo una cena en la que alguien interrogó a Lech Walesa sobre su derrota electoral. Su respuesta fue categórica: "Mi país estaba más necesitado de un gobierno que fuera derrotado en las urnas y diera un paso al costado que de otro que insistiera en esa sombra atroz de la continuidad".
Tuve en otros tiempos una pertenencia y compromiso personal con el actual gobierno, y aunque hoy exista una distancia en ese plano, me siento obligado a respetarlo. En ese sentido, no dudo en expresar que lo mejor para la Presidenta como dirigente y como persona es asegurar su futuro retiro tal cual lo ordena la ley actual.
Se necesita una voluntad de trascendencia que supere la corta mira de los desesperados por el cargo. Sospechando ciertas respuestas, sólo me atrevo a decir: "Funcionarios, abstenerse". Ni la mística futbolera que intentan injertarle algunos ni las explicaciones revolucionarias que le aportan otros pueden justificar una reelección ilimitada, que sería indudablemente traumática para nuestra sociedad y para nuestra imagen en el mundo.
Entre confabulaciones exageradas y prebendas disimuladas se desarrolla una mirada que viste de virtudes revolucionarias las pasiones de los burócratas.
El peronismo como doctrina y como causa merece un lugar de respeto y no un espacio de conflicto en el que su nombre es más un uso de vestigios de experiencias fracasadas que una causa para sus cultores. Y la política merece un gesto digno que la redima del lugar donde la instaló la mediocridad. A veces, pensar distinto no implica separarse de la lealtad, sino tan sólo reivindicar la libertad.
Y la política hoy lo necesita.
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