Bienestar


Bienestar
Por Enrique Pinti  | Para LA NACION



Las idas y vueltas de la historia cambian muchas veces dramáticamente el significado de palabras y expresiones a las que se les endilgan distintas acepciones. Uno de los ejemplos más actuales es la demonización del estado de bienestar, expresión que durante algunas décadas definió a las socialdemocracias europeas y también a las de Canadá y Australia. Medicina socializada al alcance de las mayorías, protección y fomento a las artes y ciencias, educación gratuita a niveles elementales, secundarios y gran parte de los universitarios, asistencia a la tercera edad, hospicios estatales para personas con trastornos mentales y albergues para desocupados amén de seguros de desempleo muy amplios. Fue luego de la Segunda Guerra Mundial que comenzaron a gestarse estas políticas que encontraron su concreción en las décadas del 60 y 70 y ayudaron a lograr, más allá de los vaivenes políticos y la alternancia de izquierdas, centros y derechas en los gobiernos, un nivel de vida decente a la mayoría de sus pueblos y brindaron con distintos niveles de éxito, una lección consistente en demostrar que en estados democráticos, ya fueran republicanos o monárquicos, se podía establecer un equilibrio entre el capitalismo salvaje y el comunismo. El sistema funcionó y superó algunas crisis, pero, como todos los sistemas más tarde o más temprano, comenzó a hacer agua y a caer en desvirtuaciones del proyecto inicial.
En realidad, también como siempre, lo que falló no fue el sistema, sino la manera de instrumentarlo; o sea, fallaron los gobernantes y funcionarios, los hombres y mujeres que, apoltronados en la comodidad de sus despachos, perdieron de vista que la burocracia, el despilfarro, el acomodo, los excesos, los robos y los negociados pueden hundir el mejor de los sistemas. Y, como de costumbre, al explotar burbujas irreales, que con un efecto dominó desparraman el caos en esta primera década del siglo XXI, los eternos ajustadores le echan la culpa al concepto estado de bienestar (poniéndolo como sinónimo de mala praxis social) y vuelven a proponer austeridades tardías y recortes violentos que siempre perjudican a los sectores de menor nivel adquisitivo.
El bienestar es el estado que todos queremos, no es vagancia subvencionada ni dolce far niente ni que el Estado me dé todo. El bienestar se gana trabajando, tiene que haber un salario que permita comer, educar, cuidarse la salud y salir a la calle con la tranquilidad básica de que nadie nos va a matar por dos pesos que le falte a una porción enorme de la sociedad sumergida en el delito por falta de oportunidades, o condenada al maltrato y la penalización de su pobreza muchas veces por portación de cara.
Las desigualdades, cuanto más grandes son, más problemas generan, y provocan el estado de malestar que a nadie que tenga dos dedos de frente le puede resultar indiferente. No sirve encerrarse en autos lujosos con vidrios polarizados y cuatro guardaespaldas para no ver los desastres que producen el desempleo y, sobre todo, la falta de educación.
El bienestar es un derecho y cualquiera sea el camino (honesto, claro) que recorramos para lograrlo es la mejor batalla que podemos librar en este mundo traidor en donde por negociados, aberraciones, guerras inútiles y enfrentamientos dialécticos carentes de sentido práctico vamos a los tumbos amando, odiando, idolatrando o defenestrando a figuras políticas que prometen el oro y el moro, se quedan con el oro y nos dejan morados.
Este vejete está harto de escuchar los mismos argumentos de lados diversos y opuestos de la realidad (nuestra e internacional), que oscilan entre el derroche y el estrangulamiento con una impudicia y una torpeza indignante.
No es casual que desde la Puerta del Sol de Madrid hasta el Puente de Brooklyn de Nueva York, pasando por las calles de Grecia, los piquetes nacionales, los estudiantes chilenos, los maestros madrileños y los jardines de la Casa Blanca, el adjetivo indignado haya reemplazado al revoltoso, que en otras épocas era el más usado.
La indignación es reflejo del malestar, no tiene nada de malo, porque ya se probó por muchos años que, aun no siendo perfecto, el estado de bienestar era preferible a este desastre.

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