Entre el servilismo y la dignidad
Entre el servilismo y la dignidad
Uno de los problemas centrales de la doctrina liberal fue cómo limitar el poder absoluto de los gobernantes, que provenía de la tradición monárquica. Cuando propuso "que el poder detenga al poder", Montesquieu (1689-1755) creyó hallar una solución a este problema, que no fue otra que la división del antiguo poder unitario de los reyes en tres poderes, el ejecutivo, el legislativo y el judicial, que ya no serían "absolutos" como había sido el de los reyes -"absoluto" quería decir "absuelto", "liberado" de toda restricción legal porque se limitarían y se controlarían recíprocamente. El principio de esa división figura a la cabeza de todas las constituciones democráticas de nuestro tiempo, incluida la nuestra.
En la época en que se formuló la doctrina liberal se presumía el predominio de una cultura liberal de la cual participaban tanto el oficialismo como la oposición. Un nuevo problema surgió cuando sólo uno de los miembros del sistema bipartidista era liberal, mientras que el otro era autoritario porque rechazaba la visión liberal del pluralismo político aspirando, por lo contrario, al monopolio del poder. Si se daba esta situación, ¿cómo se garantizaría la convivencia política entre los partidos en un clima de libertad? Dado que los argentinos estamos viviendo en medio de un clima político en el que ésta es precisamente la ambición de un gobierno como el de Cristina, que "va por todo", apenas disimula que quiere la reelección indefinida y en el fondo rechaza el pluralismo y la alternancia, ¿basta la doctrina de Montesquieu sobre la división de los poderes para asegurar la libertad?
Ahora, cuando no gobierna entre nosotros un partido pluralista sino hegemónico, la respuesta a aquella inquietante pregunta no provino de un constitucionalista sino de un sindicalista, Hugo Moyano, que acaba de romper con su antiguo aliado Héctor Recalde, mediante estas categóricas palabras: "No podés ser tan servil al poder". Al hablar así, Moyano subrayó otra condición de la libertad, que ya no reside arriba, en los poderosos que se limitan unos a otros como quería Montesquieu porque al menos uno de ellos busca el monopolio, el unicato, sino más abajo, en ladignidad de aquellos ciudadanos que rechazan el servilismo , como acaba de confirmarlo Moyano frente a Recalde.
Podríamos definir la frontera entre la "dignidad" y el "servilismo" mediante la siguiente anécdota. Un caminante en el desierto pierde su cantimplora. Cuando ya teme morir de sed, se encuentra con un jinete que le promete agua a cambio de su fortuna. El caminante, que es rico pero no tonto, acepta porque en ese momento, para él, una cantimplora vale más que todo el oro del mundo. Pero he aquí que el jinete agrega una segunda condición: que el caminante, arrojándose a sus pies, se convierta en su esclavo. El caminante esta vez no acepta y el jinete se aleja, condenándolo a una muerte casi segura.
¿Qué ha pasado aquí? Que el caminante, que hubiera entregado sin dudarlo su fortuna por un poco de agua, rechaza el servilismo porque no está dispuesto a entregar su dignidad. ¿Pero no es esto lo que hace cada día el coro de aplaudidores que rodea a la Presidenta, festejando embelesado sus palabras, cualquiera sean, aún antes de que las haya pronunciado? ¿Cuál es el impulso que los mueve entonces: la dignidad o el servilismo? ¿Y cuál es la lección que habría extraído Moyano de la anécdota del caminante? Quizá, que no puede haber democracia sin dignidad, tanto en el nivel de los funcionarios como en el nivel de los ciudadanos. Desde el punto de vista de Moyano, ésta es la lección que aún no aprendió Recalde.
La democracia tiene sus paradojas. Una de ellas es que la estabilidad es larga cuando los gobiernos son cortos , y que la estabilidad es corta cuando los gobiernos son largos . Lo acaba de confirmar el ex presidente del Brasil Luiz Inacio Lula da Silva durante una entrevista con LA NACION antes del coloquio de IDEA en Mar del Plata, donde brindó esta tajante definición: "La democracia es alternancia". Una definición cargada de sabiduría. Parece ser, en efecto, que la alternancia es "corta" y que el continuismo es "largo". En términos biográficos una dictadura es "larga" porque Chávez piensa completar veinte años en el poder. ¿Pero cuántos son veinte años en la vida de una nación? La tan denostada "partidocracia" de Acción Democrática-Copei, que precedió a Chávez en Venezuela, duró cuarenta años, el doble de lo que aspira a gobernar el caudillo caribeño. ¿Qué vendrá por otra parte después de Chávez? ¿Quizás el caos?
En cambio, Brasil tiene un verdadero "sistema", similar por otra parte al norteamericano. Se lo dio el presidente Fernando Henrique Cardoso en los años noventa, y por eso decimos de él que fue un "presidente-fundador". Cada presidente puede durar cuatro años u ocho, sólo si es reelecto y después debe volver, sí o sí, al llano. Con este mismo sistema, los gobiernos norteamericanos se sucedieron sin discontinuidad alguna desde el nacimiento de la república en 1787 hasta hoy. Con la misma regla de juego, Cardoso y Lula gobernaron ocho años cada uno y éste no pretendió quedarse más allá del límite del sistema que había inaugurado Cardoso y pese a que, al cumplirse su plazo, tenía un 87 por ciento de popularidad. De reglas y conductas como éstas está hecha la institucionalidad, que consiste en sumar períodos de gobierno cortos, pero previsibles, en vez de buscar gobiernos supuestamente vitalicios aunque de incierta duración.
Colombia, Chile, Uruguay, Perú, México, Brasil, pertenecen con variaciones menores a este esquema de perdurabilidad. Pero en ninguno de estos países un gobierno ha pretendido "ir por todo". Si entendemos por "república" un sistema de gobierno cuyos titulares aceptan la limitada duración que se les ha asignado, todos estos gobiernos son republicanos y pueden planificar en consecuencia un desarrollo a largo plazo.
Algo similar le pasó a nuestro país mientras le fue fiel al sistema institucional de la Constitución de 1853. Durante casi ochenta años, de 1853 a 1930, se sucedieron entre nosotros gobiernos que sólo duraban seis años cada uno, sin que se aceptara la reelección. Alberdi, que había imaginado el sistema, rechazaba la reelección porque a su impulso correría un "caballo del comisario". Y hoy mueve a asombro comprobar que todos nuestros presidentes de 1853 a 1930 se resignaron a no gobernar más de un período pese a su inmensa gravitación. Estamos hablando nada menos que de Urquiza, Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca (que gobernó dos períodos, pero no consecutivos, en obediencia a la Constitución), Pellegrini, Yrigoyen (igual que Roca) y Alvear. Ninguno de ellos se creyó tan grande como para vulnerar el principio de la no-reelección inmediata porque en esa etapa en que la Argentina creció como nunca en su historia las instituciones contaban más que las personas. Lo opuesto ocurrió después con presidentes reeleccionistas como Perón, Menem y los Kirchner, que creyeron valer más que las instituciones, mientras la Argentina retrocedía precipitadamente en el concierto de las naciones.
De ahí el dramatismo de la etapa que se avecina. Si en las elecciones parlamentarias de 2013 y en las elecciones presidenciales de 2015 prevalece el personalismo hegemónico, si gracias a él volvemos a las andadas por la ruta del servilismo, continuará nuestra larga declinación. Si hacemos lo contrario para recobrar el aliento de la dignidad, empezaremos a reencontrar el ritmo del progreso, cuya clave es comprender que las instituciones valen siempre más que las personas
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